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jueves, 14 de mayo de 2020


TODO NOS RECUERDA A TI (I)


    

       Porque llueve. Por eso ellos se asoman al mismo tiempo que otros nos escondemos, como si cayeran gotas de ácido que nos fuesen a taladrar. Pero ellos parecen inmunes a la misma agua de lluvia que a nosotros parece quemarnos, y se asoman. Y desde la calzada nos miran con sorna desde su gran reunión de seis; juntos, casi tocándose cuando a los demás no nos dejan ni abrazarnos. Siguen deslizando sus vidas sobre el barniz que humedece la calzada, hacia los pies de un árbol cercano. Muy despacio. Y así se esmeran en recordarnos, con idéntica sorna, que nuestro nuevo transcurrir en fases será terriblemente lento.





En tiempos de Covid-19





     

martes, 28 de febrero de 2017

Premio Concurso Relatos Contra el Racismo "La Ciudad de las Mil Culturas" 2017

NEGRO CLARO, BLANCO OSCURO

       Soy Lucas, el chico que consiguió escapar de sus propios ojos. Eso ocurrió hace dos años, cuando aún no lograba ni recordar mi nombre; fue la misma noche que sufrí un ataque de pánico al ver que aquel tipo negro que me había atropellado estaba a punto de cruzar el umbral de la puerta de mi habitación. Me creí un tipo con suerte porque conseguí que le echarán de allí; pero, en cuanto me tranquilicé, Carlota, mi enfermera, me contó algo inesperado; algo que me sorprendió enormemente y que hizo que tuviese uno de esos fogonazos que, a ratos, me devolvían la memoria. Recordé un caballete, una tarde de tormenta, la firmeza en los dedos de mi madre hundiendo el pincel en el óleo blanco mercurio de su paleta y enseguida en el negro marfil; su derroche de sabiduría para parir a todo un ejército de grises dispares sólo con la esencia de aquellos dos colores contradictorios; una tarde fascinante con un final que percibí casi borroso, adormecido por sus numerosas paradojas y por una extraña tranquilidad que iba creciendo al mismo ritmo que el desasosiego del cielo (como el de la tormenta de más allá de la ventana) que mi madre, increíblemente, había cristalizado en el lienzo a base de minúsculas pinceladas claras y oscuras. Aquellas palabras de Carlota y mis recuerdos hicieron que me preguntase cosas incómodas sobre mí mismo. Pero, cómo podía haber sido tan torpe y dedicar una vida entera a mirarlo todo en blanco y negro. Siempre, todo, en blanco y negro... siempre, todo, en blanco y negro... No estoy seguro de que fuese en aquel mismo instante, pero, para mí, pasó a ser vital encontrar una forma diferente y menos dañina de mirar la vida. Y, como si me hubiese tragado un psicotrópico que me hiciese alucinar, o como si lo más recóndito y novelero de mi infancia hubiese vuelto de golpe, empecé a fantasear por primera vez con lo de intentar escapar de mis ojos. Pero, mejor os lo cuento.

       Ahora tengo veinte años, aunque mi nombre, Lucas, solo lo recuerdo desde hace dos. Esa es una de las cosas que se quedaron por el camino el horrible día del accidente; la amnesia no tuvo compasión ni con ellas ni conmigo. Cuando recobré el conocimiento, apenas podía recordar un par de cosas de la tragedia. Una, la cara del tipo negro que se dio a la fuga tras atropellarme y, la otra, el reloj dorado asomando con cautela bajo la manga del hombre blanco que salvó mi vida llevándome al hospital (uno de esos héroes que solo desean pasar desapercibidos, y del que jamás volvimos a saber nada).
       Desde niño, siempre me había fastidiado ir en coche a la ciudad. Para hacerlo, debíamos atravesar una carretera flanqueada por cientos de carpas de plástico, abovedadas y polvorientas. Saber que mi madre podía notar el temblor de mis piernas cada vez que nos aproximábamos a los invernaderos, me mataba de vergüenza; pero, a veces se nos cruzaban grupos de negros que cargaban cajas de fruta, y no podía evitar el miedo. A pesar de que ellos nos ignoraban, como buen sabueso, yo era capaz de oler el peligro; intuía algo indescriptible, una especie de amenaza inherente a la topografía de los ojos de los negros; ojos, que me recordaban a un viejo y sobado mapa de carreteras, amarillentos, con venas enrojecidas que parecían un extraño entramado de caminos de tela de araña que debían conducir a destinos nada halagüeños. Aquella inquietud que se incrustaba en mis huesos de niño terminó instalándose cómodamente en mi esqueleto de adulto. El día del atropello debí verme obligado a atravesar a pie el camino de los invernaderos. Encontraron mi moto cerca y con el depósito vacío. Sin embargo, no recordé ninguno de mis particulares y óseos terrores mientras lo recorría; solamente, y después de haber caído de bruces tras una confusión brutal, aquella muñeca ceñida por un reloj dorado, blanca y esperanzadora, que parecía moverse a cámara lenta dentro de aquel coche oscuro y brillante. Y, también, el rostro del tipo negro, que debió huir despavorido en cuanto me puse a gritar. No pude evitar desmayarme, porque su nariz ancha, su pelo crespo medio empolvado por la tierra, sus labios violáceos, sus ojos mirándome desde tan cerca, absolutamente todo en él me causaba un odio desmesurado.
       Del después, recuerdo las lagunas en mi memoria, mi inmovilidad, una cama ortopédica orientada hacia la ventana para entretenerme mirando cómo los gatos cazaban pájaros, la insistencia del termómetro entrando y saliendo de mi boca, lo rematadamente difícil que fue acostumbrarme a un nombre que todo el mundo sentía como mío excepto yo. Lo recuerdo todo; la noche que Ismail, el chico negro, vino al hospital; mi ansiedad nada más verle llegar; y las flores blancas, sorprendentemente empequeñecidas entre sus robustas manos negras, tiradas en el suelo instantes después de que mi histeria le franquease la entrada a la habitación. Sí, lo recuerdo absolutamente todo; mi desconcierto y aquella terrible sensación de vértigo al escuchar las palabras que más tarde me dijo Carlota y que tuvo que repetirme por segunda vez cuando la rebatí gritándole que estaba equivocada, que aquello no era posible (como si mi corazón hubiese saltado a una extraña montaña rusa en la que no se sabe muy bien qué sentir, qué no sentir o qué cosas sentir a la vez) “Lucas, Ismail solo quiere saber cómo estás; él te trajo al hospital cuando aquel hombre te atropelló y se largó”. Y solamente entonces, después de haber escuchado la verdad y de entender, supe qué sentir. Y sentí vergüenza y tristeza. Vergüenza de mí mismo y tristeza por Ismail.

       Hoy, dos años después, sé que sin mi vergüenza y sin su tristeza no habría podido escapar de mis propios ojos y que seguiría mirándolo todo de la misma forma deplorable que antes de aquel día: solo en blanco y negro. 



viernes, 21 de octubre de 2016



I Premio Certamen Literario "Carmen de Michelena" de Beas de Segura (Jaén)


BREVE CURRÍCULUM

     Soy Naya y tengo quince años. Estoy viva gracias a Yamir, el hombre del ecógrafo. Le aseguró a mi padre que yo iba a ser un niño, pero hacía poco tiempo que tenía aquella máquina, así que debió interpretarla mal; fue por eso que Mahan, mi padre, no hizo abortar a mi madre. En el sur de la India, si vas a nacer niña y tu familia pertenece a la casta de los dalits, es mejor que no lo hagas o conocerás lo que es la miseria desde mucho antes de que corten tu cordón umbilical. En los hospitales, prohibieron desvelar el sexo de los fetos, por eso es un buen negocio hacerse con uno de esos ecógrafos; Yamir, lo consiguió a cambio de la dote que le dieron por su esposa Uma, y desde entonces se gana la vida con él.
   A las indias dalits nos llaman las intocables, y no precisamente por considerarnos heroínas de historieta, como la que vi en aquella revista el día que me paré frente a un escaparate de Anantapur, sino por que ni podemos ser tocadas ni tocar a las personas de otras castas. Por eso sentí un escalofrío esta mañana, cuando la chica europea me puso una mano en el hombro para ofrecerme estas hojas y un bolígrafo; quizá nadie le haya contado que nos consideran impuras, por eso no teme tocarnos, ni comer cerca de nosotras, ni beber agua de las fuentes que hay reservadas exclusivamente para nuestro uso.
     Me ha dicho que debo llenar estos tres folios con lo primero que se me pase por la cabeza, porque es para un importante proyecto con el que piensan promover la agricultura sostenible entre la población dalit; pero, sobre todo, ha hecho hincapié en que no debo olvidar poner en ellos todas las cosas que sepa hacer. Por más que he pensado en ello, sólo se me ocurre escribir sobre las tareas que me obligan a realizar habitualmente, porque nunca he hecho otras, y porque ni siquiera sé si sabría hacerlas. Limpio las letrinas de los hombres, recojo excrementos en la calle, ayudo a incinerar cadáveres y retiro los restos de los animales que caen muertos en los caminos. También trabajé en el campo. Fue cuando mi padre se casó con la hermana de mi madre, tres meses después de que ésta muriese. Pero como yo no aprobaba aquel matrimonio, mi padre decidió apartarme de ellos casándome con su propio hermano, un hombre mucho mayor que yo. Así que mis labores en la tierra apenas duraron quince jornadas, a pesar de que no me disgustaban y de que, aquél, había sido el único trabajo en mi vida por el que me habían pagado; setenta y cinco rupias al día que tenía que entregarle a mi padre, pero que me hacían sentir útil.
     De todas formas, mi suerte con los trabajos podría haber sido peor. O tan mala como la de Sundari, que nunca ha llegado a trabajar; sus padres son tan pobres que hace dos años decidieron entregarla a la diosa Yellamma para convertirla en Devadasi. A las Devadasi o sirvientas de dios les está prohibido casarse; así, los padres de Sundari pudieron ahorrarse la dote. Pero ella, durante el resto de su vida, tendrá que acostarse con cualquier hombre del pueblo que la reclame y olvidarse de su boda con Uday, del que estaba enamorada.
     En este distrito, enamorarse puede convertirse en un auténtico problema. Yo lo estaba de Kalu, por eso me negué a casarme con el hermano de mi padre, para el que estaba destinada; pero mi madrastra dio con la solución. Pidió a mi tío que me violase para que no pudiese rechazar el matrimonio después de hacerme perder la virginidad, aprovechando uno de los días en que yo fuese buscando un lugar apartado para pasar desapercibida mientras defecaba; a las mujeres se nos deniega el acceso a los retretes públicos. Pero, fui afortunada, ya que Vanita me contó los planes de mi madrastra y así pude adelantarme a ellos. Pisoteé las pulseras de cristal que siempre llevaba puestas y me bebí los añicos dentro de un cuenco con agua, porque prefería morirme antes que acabar como aquella chica a la que encontraron colgada de la rama de un mango después de haber sido violada una y otra vez. Me salvaron, aunque todo había quedado igual o peor que antes, porque mi familia me repudió y rápidamente tuvieron que buscarme un segundo pretendiente, esta vez muy viejo y gordo, porque me quedaron secuelas que ya ningún otro hombre querría aceptar. La boda será el año que viene, cuando tenga dieciséis, que es la edad legal si los padres de ambas partes están de acuerdo; no se ha celebrado antes porque una organización denunció a mi padre por intentar hacerlo a los trece, pero ya está planeada para el mismo día de mi cumpleaños, aunque eso suponga que mi dote aumente considerablemente.

     Proyecto: Promover la agricultura sostenible entre los dalits.
     Objetivo: Consecución de una vida digna.

    Eso ponía en la carpeta de la chica europea, pero yo no entendí nada hasta que nos lo explicó. Reconozco que ha sido hermoso escucharla decir eso de que podremos alimentarnos de lo que nosotros mismos cultivemos. Si mi madre estuviese aquí, es bien seguro que le diría “¡Ay! si yo pudiera vender la tristeza en el mercado como se vende el maíz, sería la persona más rica del mundo” A mí también me cuesta creerlo, madre, pero pienso hacer todo lo que me digan si eso ayuda a que sea posible. Por lo pronto, he empezado por llenar estos tres folios con mis cosas, como me han pedido que haga. Aunque, no creo que tenga ninguna importancia que me hayan sobrado unas líneas.


jueves, 26 de mayo de 2016

Segundo Premio VI Certamen Literario Asociación Antares
ESTIGMAS
     Tras cruzar la ciudad con caminar de gacela, Nahid mengua el ritmo de sus pasos, intimidada, al presentir entre los edificios la enhiesta silueta de la casa de su madre. Su rostro anguloso y de pronunciados pómulos recibe agradecido el viento de la mañana. Una mirada felina y una boca carnosa sobre el fondo ébano de su piel consolidan su belleza etíope. Mira de reojo y con enorme ternura a su hija Efua y aprieta con fuerza la pequeña mano que lleva entrelazada a la suya; aunque es más clara de tez, ha heredado de su madre los profundos rasgos africanos y los mismos labios gruesos que ahora tiemblan en su cara asustada.
     Nahid titubea, empequeñecida, ante los peldaños de la puerta que, abierta, parece estar esperándolas para su aciaga cita. Adivina, sale a recibirlas su anciana madre, cuyo pelo hirsuto corona una cabeza demasiado pequeña pero hincada altiva entre los hombros huesudos. Una mirada arrogante en su cara apergaminada les invita a cruzar el umbral, dándoles a entender que todo está preparado. Tras una interminable excursión laberíntica llegan a la habitación en la que se va a consumar el rito ancestral, ya ocupada por otras cuatro mujeres que andan escupiendo rezos por sus desdentadas bocas para amedrentar a los malos espíritus que podrían chafar la ceremonia. La niña, tras una adrede y corta ojeada a las brujas de atuendo mugriento que siguen musitando sus raras plegarias, repara en los abalorios y trapos que en las paredes, como espectros, ambientan la sala; pero, mientras, Nahid sólo tiene ojos para examinar con intimidatorio respeto la mesa baja a modo de altar a cuyos pies reposan, condescendientes, los útiles rudimentarios que se utilizarán en el ritual milenario que ha causado sus desvelos en estos últimos días.
     Efua, con una insoportable sensación de desamparo por ver desasidos sus dedos de los de su madre, se deja guiar por la abuela hasta el ara rodeado por las añejas mujeres que ya han acabado su hechicero bisbiseo. Nahid ciñe su mirada a la de la niña para hacerle saber que, a tan solo unos pasos de ella, seguirá siendo el centinela que custodie su vida.
     Las manos nudosas de las ayudantes desabotonan la escueta vestimenta con que Nahid, para acelerar la desazón con que van a robarle su intimidad, ha vestido deliberadamente a su hija. Apartan la ropa interior, de un blanco inmaculado que contrasta con la piel oscura, dejando al aire un indefenso sexo que, lejos aún de la pubertad, Efua, pudorosa, trata de cubrir apretando las piernas. A Nahid le cuesta librar una guerra interior no apartar la mirada; sabe que será el único bálsamo que alivie a la muchacha en el momento más duro, y se ha comprometido a mantenerla firme y sin lágrimas para que su niña no caiga en el abandono abismal en que ella cayó a su misma edad no encontrando nada a lo que aferrarse. Aún no sabe si lo que está dejando que suceda es lo correcto. Hubiera necesitado todo el tiempo del mundo para explicarle cosas que ni ella misma entendía; pero, entre buscar una fórmula y reunir el valor suficiente para hacerlo, los días se fueron consumiendo y, acorralada, se vio obligada a contarle en un suspiro la misma historia que desde tiempos inmemoriales se venía transmitiendo de madres a hijas.
     Los miembros agarrotados de Efua danzan en descompasados temblores cuando las mujeres, emitiendo sonidos guturales, separan de par en par sus piernas atenazadas. Los ojos de la niña se abren como platos y su cara arroja un gesto de rara mezcolanza entre entusiasmo y terror. Siente miedo, aunque debe confiar en las palabras que una semana antes su madre le arrulló al oído; promesas de hermosas cosas tan solo a cambio de un poco de dolor: recibir el don de la femineidad, salvar su honor o conseguir el respeto de los hombres al convertirse en un eslabón más de la larga cadena en la tradición de su cultura. Pero, ahora, la muchacha solo desea que el tiempo se achique y pase volando, porque no cree poder soportar la calentura que comienza a devorarla. Apuntalada por ocho brazos, yace inmóvil en la fría mesa que le eriza el vello. Su mirada curiosa oscila al compás de los movimientos de la abuela cada vez que ésta se agacha a recoger algo del suelo; alcanza a ver cómo sus sarmentosos dedos sujetan la cuchilla que lanza un escalofriante destello hasta los ojos de Nahid. La vieja, con mirada estoica y a pesar del gimoteo de la muchacha, hace alarde de su pulso firme cuando adentra los brazos entre sus piernas y con los dedos hábiles de una de sus manos aparta los labios y sujeta el clítoris contraído, mientras con la otra, de experta cirujana, blande el arma con la que extirpará el mal. Cuando la carne ya se ha rendido, le asesta un golpe certero y la guillotina en un corte limpio por el que deja escapar a borbotones la dignidad de la niña sin ésta saberlo. En su cantinela de alaridos, la pequeña es incapaz de poner orden a las descontroladas humedades que salen de sus ojos, su nariz y su boca y que se derraman cuello abajo. Mientras continúa el manoseo, Efua es sacudida por unas convulsiones que la desorientan y que hacen que sus ojos pierdan a los de su madre; mustia, se sabe a las puertas del infierno, pero aguanta porque cree que las hadas prometidas deben estar al llegar para que disipen toda su angustia a cambio de este inmenso dolor.
     La madre cruza antiguas miradas con la abuela y corre a ofrecer a su hija mutilada el antídoto de sus caricias. Se desmorona a su lado y, con suavidad, le acomoda la cabeza en su regazo acunándola. Al fin, y a un solo paso del averno, la niña se siente salvada por los ojos de Nahid justo antes de que una luz blanca lo inunde todo.
     Nahid, antes de marcharse, intenta con todas sus fuerzas lanzar una mirada de desamor a su madre, pero no puede; quizá porque tampoco tiene derecho a cargarle con todas las culpas de una costumbre remota, vergonzosa por su tufo a antigua y aberrante de la cual ella misma acaba de ser partícipe.
     Anda esquivando a la gente, camino de casa, con Efua dormida en sus brazos. Cada una tiene su estigma. No sabe cómo demonios disolver todas sus dudas y explicar a su hija que su dolor ha sido necesario, si es que ha sido necesario; cómo contarle que, con el tiempo, aparecerán otras heridas y frustraciones no menos dolorosas por ser invisibles.
     Besa el rostro calmado de la joven y acelera el paso volviendo a su caminar de gacela. Tiene toda una vida por delante, y aunque deba consagrarla por entero para disipar sus dudas, lo hará. Y entonces, una vez que entienda que es demasiado caro el precio a pagar para sobrevivir en armonía con los suyos, podrá explicar a su hija lo que hasta hoy no ha podido. Toda una vida para aprender a desertar juntas de las imperfecciones del mundo.
     El viento ha remitido. Nahid levanta la cabeza y ve cómo las amenazantes y tormentosas nubes de antes se levantan y dejan asomar un cielo nuevo, azul y limpio.



viernes, 13 de mayo de 2016

FLAGELOS Y CILICIOS

     María de la Luz nunca supo lo divertido que podía llegar a ser que alguien le contase un cuento del revés porque ella y su familia se marcharon a vivir a Madrid un curso antes de que Alfonso llegase al pueblo. Aunque, ahora que lo pienso, antes de irse para siempre volvieron para pasar un par de años más allí; y puede que entonces, Alfonso, recitase su cuento solo para ella.
     Alfonso y Luis llegaron del seminario en el mismo tren, y la directora del instituto, que había ido en su propio coche a recibirles a la estación, no les dio tregua ni siquiera para que tomasen un refresco antes de comenzar a impartir sus clases aquel caluroso miércoles de mayo. Nunca entendí aquellas prisas, pues a aquellas alturas y tras los ocho meses de curso que habíamos pasado sin profesor de religión nuestras almas ya estarían asilvestradas y sin remedio.
     Luis era sobrio y serio, tenía una horrible berruga en el lóbulo izquierdo de la nariz y su abuso de la disciplina le hacía sudar como un cerdito con tal de ir abotonado hasta el cuello. Alfonso, sin embargo, que era más desenfadado, se presentó en un tris tras una vez que hubo lanzado la chaqueta sobre el respaldo de una silla y soltado su alzacuellos con idéntica soltura con que lo hubiese hecho un show-man con su pajarita; estaba preparado para contarnos su primer cuento del revés. Y así ocurrió que, tras haber terminado su particular narración de “ la ta-ci-ru-pe-ca ja-ro” (o lo que venía a ser lo mismo “la ca-pe-ru-ci-ta ro-ja” pero boca abajo), Alfonso logró ganarse la simpatía de todos, haciendo eclipsar a Luis bajo su sombra por los siglos de los siglos, amén.
     Así de fácil era yo por aquellos tiempos; tanto, que me quise morir cuando al día siguiente, junto a la mitad del resto de los alumnos, me emplazaron al aula de Luis condenándome de esa manera a estar separada de Alfonso (en fin, debo confesar que la gravedad del asunto no fue para tanto, pues para el veintiuno de junio, ya en el ocaso del curso, recobré de golpe mis antiguas ganas de vivir tras haber reparado en el hecho de que el haberme perdido dos veces por semana algo tan exótico como era escuchar historias de princesas, pequeños cerditos, bellas durmientes y gatos con botas, pero todas ellas patas arriba, me había brindado la oportunidad de conocer más a fondo al bueno de Luis, que poco después de terminar las clases decidió marcharse a Kalaupapa para convivir con un grupo de leprosos y, exactamente un año más tarde, no pudo negarse a sobrevolar los siete mil kilómetros de océano que le separaban de Nueva Zelanda para hacer un poco más llevadera la vida de un puñado de niños maoríes enfermos de sida.
     Cuando María de la Luz acabó la universidad, se volvió para el pueblo cargada con su familia y con las maletas justas para vivir allí otro par de años antes de mudarse definitivamente a la ciudad. Y por ese tiempo, como la muchacha (que siempre había sido toda bondad y recato) se había acostumbrado a pulular por todos esos lugares de penetrante olor a cera e incienso por los que también solía moverse Alfonso, ocurrió que el encontronazo casi se hizo inevitable. Su alma, pura e inocente, enseguida quedó obnubilada con el religioso, al que (ya para entonces acostumbrado al éxito que su don de habilidoso y estrafalario cuenta-cuentos le había dado) parecía no molestarle en absoluto que aquella joven bebiese los vientos por él. Y así fue que, durante los setecientos treinta días que María de la Luz y los suyos tardaron en volver a marcharse del pueblo, fue más que habitual empezar a verles juntos antes, durante y después de todas las misas, procesiones y demás actos litúrgicos.
     ¿Qué más puedo contaros? Que a las buenas lenguas, entre las que incluyo la mía, no nos quedó otra que disculpar el pequeño desliz de la chica y acusar de oportunista al vanidoso sacerdote; y a las malas, inventar unas historias que tal vez no existieron, pero que lo cierto es que durante un tiempo dieron vida a un pueblo tan polvoriento y aburrido como el mío. El caso es que tanto Alfonso como María de la Luz y compañía desaparecieron de allí al unísono (cada uno por su lado, eso sí, que existen pruebas de ello). Y aunque, ciertamente, ésto último me de un poco igual, debo decir que en el fondo me gustaría que Luis siguiese siendo feliz (aunque sea flagelándose por no poder hacer más de lo que hace por sus pequeños maoríes con sida) y que Alfonso, esté donde esté, tras cada una de sus enriquecedoras y extravagantes narraciones de cuentos del revés, coloque fuerte su cilicio y apriete bien las correas antes de irse a dormir.


miércoles, 27 de abril de 2016

¡¡¡Bu!!!...Soy Alicia

¡¡¡BU!!!...SOY ALICIA

      ¡Bu!
     No fue aquel grito a mi espalda lo que más me asustó. El escalofrío llegó después, cuando me di la vuelta y vi a Alicia tan cerca después de tantos años.
     Alicia es una joven de mi pueblo a la que siempre recuerdo ir vestida de Marilyn. Bueno, de Marilyn Monroe por fuera, ya que su interior (ya sabéis, su alma y esas cosas) me acostumbré a imaginarlo más bien con ese estilo, de gótico incorregible, tan propio de Marilyn Manson. Esa dualidad suya la descubrí de repente, cuando Alicia aún era bien niña, la mañana de aquel día en que un grupo de los de octavo curso dábamos un paso atrás, asustados, al descubrir una tarántula en el patio del colegio. Mientras, y para asombro mío, ella había seguido caminando hacia el parterre hasta que sus preciosos zapatitos rosas estuvieron hundidos entre los rododendros y las enredaderas trepadoras; y así, muy próxima al peligro, se había puesto a hurgar con cara de impaciencia y sin parar entre las telas de araña de la algodonosa madriguera hasta que sus dedos diminutos de muñeca de porcelana dieron con el monstruo de patas peludas.
     Era una joven amable, comedida, considerada, simpática, instruida, y tenía un saber estar que yo siempre había envidiado; lo mismo se la veía atravesar puertas de iglesias con actitud pía, que entradas de discotecas o de conciertos chasqueando los dedos al ritmo de la música. Pero, me daban un poco de repelús su coquetería, sus vestidos de niña mona, sus labios siempre embadurnados de pintalabios rosa y la multitud de horquillas decoradas que anclaba en su pelo, sabiendo de antemano algunas cosas sobre ella tales como que su mascota fuese una serpiente, o que su número de móvil terminase con un, tan enigmático como poco casual, 666 o que soliese escribir letras de canciones de quince versos con quince sílabas cada uno tan solo porque el arcano del número quince en el tarot correspondía al diablo. Aun así y a pesar de mi minúscula aversión hacia ella por aquellos tiempos, confieso que en el fondo Alicia me fascinaba, pero solo desde lejos.
     Cuando se marchó a la universidad le perdí el rastro, nunca mejor dicho, porque fue subiéndose a aquel tren la última vez que la vi. Allí estaba, tan primorosa como siempre, esperando en el andén junto a una maleta irisada de Aghata Ruiz de la Prada sobre la que descansaba una caja también de diseño. Me contó que se iba a Madrid para estudiar la carrera de medicina, además de otras cuantas cosas más que, después, jamás fui capaz de recordar, porque para entonces ya hacía rato que había dejado de escucharla y mi creatividad se había disparado hasta las nubes imaginando la cantidad de cosas siniestras que podría contener la dichosa caja que reposaba sobre su maleta.
     Por fortuna, el de hace unos días fue un encontronazo breve. Alicia llevaba prisa. No sé que excusa habría tenido que inventarme si me hubiese propuesto la idea de tomar un café o algo así, porque tan solo barajar la idea de estar con ella más de diez minutos seguidos me daba una grima terrible. Y no es por nada, por lo que pude ver sigue siendo la misma chica adorable y considerada que fue siempre; pero, en fin, supongo que mi desazón tenía algo que ver con aquel tiempo pasado en que me empeñé, de manera absurda, en compararla con una de esas manzanas de cuento, de un rojo brillante muy deseable por fuera pero con cientos de gusanos mordisqueando sus semillas.
     Me contó que había tenido un bebé y que estaba muy ilusionada porque solo hacía dos meses que había vuelto a retomar su trabajo como médico forense en el Severo Ochoa. Y volvió a ocurrir, al igual que aquel día que nos despedimos junto a las vías del tren, que dejé de escuchar el resto de su breve historia para volver a imaginarla solo de aquella forma en que mi mente era capaz de hacerlo. Así que, sin remedio, entre los nubarrones imaginarios que tan vertiginosamente se extendieron por mi cabeza volví a proyectar su imagen como siempre lo había hecho: feliz y exultante, con una exagerada sonrisa en su cara de chalada y con las manos pálidas de dedos etéreos y largos blandiendo una sierra oxidada; rodeada por el montón de cadáveres que esperaban sumisos el momento de la autopsia.
     Al despedirnos, me tropecé en su mirada con una sombra tan oscura que contrastó con el rosa chicle del color de sus pendientes cuando me dijo con un poco de retintín (o así lo creí yo) “llámame, recuerdas mi número ¿verdad?”. Así que, esa misma noche, metida en la cama esperé con paciencia a que llegase la pesadilla, porque al recordar los tres últimos dígitos de su móvil sabía que iban a instalarse en mi cabeza durante mucho tiempo.
 

jueves, 21 de abril de 2016

CUATRO DE AGUA, POR UNA DE ARROZ

    Tengo ganas de echarme a la cara a quien en su día dijo, dándoselas de experto culinario, que a la paella hay que añadirle el doble de agua que de arroz.
     Puedo aseguraros que no cocino mal. Es más, y aunque esté feo decirlo, cocino bastante bien (y si no es así, todas las personas a las que invito a comer a casa tienen el mismo extraño vicio de pegarse lametones en los dedos después de terminar sus platos).
     Bueno, la cosa es que este fin de semana he querido poner en práctica eso de que “a la gente se la gana por el estómago”, con alguien que me parece muy interesante (alguien que jamás habla de dinero, ni de trabajo, ni de los males de los demás...ah, y que se ha jurado a sí mismo no veranear nunca en Benidorm; interesante ¿verdad?). Ya se sabe que en los tiempos que corren no es fácil hacer amigos (y cuando digo hacer amigos, es hacer amigos, y no “quedar-con-ellos-porque-eso-es-mejor-que-estar-solos”), así es que quise ganarme su afecto por la vía rápida, cocinando una buena paella casera, sin pensar en lo arriesgada que podría llegar a ser aquella empresa.
     Eramos tres comensales; o sea, nada complicado. Pero, aún así y como odio los imprevistos, maduré hasta el más ínfimo preparativo de forma milimétrica: primero, un barbadillo para abrir boca y relajar tensiones; para comer, a elegir entre un chardonnay 2.010 y un verdejo fresco y jovial con aromas florales, notas de frutas verdes y un toque cítrico (ideal, por cierto, para paella de marisco); rosado y tinto reposando en la despensa, y en el frigorífico cerveza tostada, rubia y negra (por si el invitado, al que conozco poco, resulta no entender de finuras y le apetece beber otra cosa); paellera eléctrica que es la bomba, aconsejada y prestada por mi hermana, con un fondo de titanio revestido de acero que hace que se cocine a la misma temperatura desde el guisante que se haya quedado más al fondo hasta el bigote de gamba más superficial; y en la encimera de la cocina un ejército de cebollas, tomates, pimientos, calamares, almejas, cigalas, gambas, sepias y rape, que terminarían de redondear el día.
      Todo iba bien mientras me puse a acuchillar verduras, a verter chorros de sabroso aceite de Jaén y a rehogar con mimo todos aquellos deliciosos animales marinos en la cazuela futurista. Pero, no sé en que momento (creo recordar que antes de añadir el azafrán y después de dar mi último toque de ajo y perejil majado que tan bien resulta siempre), decidí poner en práctica un par de trucos que había visto hacer en alguno de esos cientos de programas de cocina con que nos torpedean últimamente los medios. En fin, podéis tomar nota si queréis: un buen lingotazo de vino blanco y una pizca de hierbabuena en polvo; eso, precisamente, es lo que debéis poner a la paella antes del azafrán y después del majado de ajo si queréis arruinarla (por cierto, si lo probáis y no estáis conformes, ni se os ocurra añadir un toque de tomillo para compensar...y el curry, ni tocarlo...aunque, si el tema se os va de las manos como se me fue a mí, siempre podéis decir lo que yo dije: “no, no, no es paella, es un guiso tailandés que aprendí a cocinar en el programa de “Valencianos por el mundo”). ¡Ah! me olvidaba, si algún familiar os presta una de esas infalibles y maravillosas cazuelas con culo de titanio, una de dos: o le echáis cuatro partes de agua por una de arroz o buscáis la mejor manera de decirle que se meta en sus asuntos.
     
     Si sospecháis que después de comer nadie se rechupó los dedos y los platos no quedaron relucientes, estáis en lo cierto. Pero, los que sí triunfaron fueron los vinos blancos, los rosados y las cervezas multicolores. Por eso yo creo que sí, que aquel tipo interesante volverá. Y es que al final lo pasamos en grande y todo acabó como siempre que tengo invitados, haciendo un trío con la wii; aunque lo hicimos offline para no liarnos mucho (para los que tengáis culturilla musical sabréis que estoy hablando del juego Rock Band 2 de la wii; y para los otros, los que pensáis más en verde, podéis imaginar lo que queráis).



lunes, 11 de abril de 2016

BORRIQUITO COMO TÚ...

     Quién le iba a decir a Lola que algún día sería responsable de una historia tan bonita. Lola es una burra gris de la que media Barcelona anduvo enamorada; su pelo de algodón y su aspecto de buenaza encandiló a muchos en las últimas fiestas de la Merced.
     Aquella ONG paseó con Lola por toda la ciudad pidiendo la colaboración ciudadana en forma de libros de segunda mano con que llenar sus alforjas. Al principio, la gente no entendía muy bien la presencia del animal. Pero, más tarde, cuando sus cuidadores narraban la historia del valioso papel que desempeñan estos animales en los pueblos de más difícil acceso de países como Colombia, Nicaragua y Honduras, todos se encariñaban y querían acariciar las orejas a Lola (que un poco cansada, eso sí, por no estar acostumbrada a la gran ciudad, se dejaba hacer) prometiendo volver más tarde de casa con algún libro usado para donarlo.
     Cada día, varios burros, sus lomos cargados con montones de libros, atraviesan parajes inhóspitos para llegar a las aldeas más recónditas de un mapa duramente castigado por su geografía. Armados tan solo con su fuerza y su tenacidad, logran ascender por caminos pedregosos y escarpados hasta el cielo o descender por vertiginosos y zigzagueantes senderos embarrados hasta el infierno; y todo el esfuerzo de estos “biblioburros”, simplemente a cambio de acercar un poco de cultura, o simplemente bellas historias de papel, adonde no se podría llegar con ningún otro vehículo (y es que a nadie se le debería privar de un mínimo de alimento para el alma, por mucho que le haya tocado vivir en los confines del mundo). Y ya veis, son los burros como Lola, que siempre han llevado el sambenito de ser torpes o necios, los que ahora resulta que van repartiendo cultura y saber por aquellos parajes.

     No hace mucho, Floren, que es sabio y que me ha recordado esta historia, me dijo que si algún día le tocase la lotería su gran sueño sería tener un burro gris. Yo le rebatí, comentando que no necesitaba un gran premio para adquirir uno de esos animales, ya que seguramente tampoco sería tan caro. Pero él, como siempre, tenía a mano la mejor de las respuestas: “se hace querer tanto un burro, que desearía estar junto a él las veinticuatro horas de cada día, con lo que tendría que dejar mi trabajo...y de algo tendríamos que vivir, digo yo”.
     
     Y en menudo lío me he metido; ahora yo también quiero tener un amigo así, con mucho pelo gris, mullidito y suave, noble y cariñoso, fuerte y terco...
     ...Eso sí, imprescindible que tenga grandes orejas de burro.




viernes, 26 de febrero de 2016

DE MUDANZAS

      Pensé que por ser viernes, hoy nadie tocaría mi corazoncito; que todo el mundo andaría ya poniendo los ojos en el horizonte en busca de la nebulosa espesa que parecen ser los fines de semana con la que poder camuflar las preocupaciones hasta el próximo lunes. Qué ilusa soy; como si el afecto pudiese entender de calendarios y de días de la semana.
      La culpa ha sido solo mía por mirar hacia atrás cuando he escuchado sus pasos. Pero, es que al darme la vuelta y verla allí, caminando tan despacio, mirando al suelo y con todos sus rizos desmoronándose bajo la lluvia...(y yo con aquel enorme paraguas sobre mi cabeza). Sabía que si me miraba a los ojos estaría perdida (nunca he sabido decir que no a unos ojos tristes); pero allí he seguido, empezando a convertirme en estatua de sal mientras miraba hacia atrás hasta que mi compañera ha levantado la vista y yo me he dejado perder por el desconsuelo de sus ojos. Así que, a pesar de saber que era viernes y lo que aquello iba a significar, no he podido hacer otra cosa que ofrecerle el lado izquierdo de mi paraguas.
     Lo complicado, como acabo de decir, de haber decidido escuchar sus amarguras en viernes es que su nostalgia, aunque solo haya sido en una ínfima parte, se ha venido conmigo dentro de los bolsillos de mi cazadora, pegada a la suela de mis zapatos e impregnada en el uniforme que he traído para lavar, y no voy a poder desprenderme de ella hasta que volvamos a vernos y descubra que todo le va bien de nuevo. Y es en estos casos que, cuando llego a casa, parece que me haya mudado a ese número siete del que hablaba Sabina, el de la calle melancolía, que es el mejor de los sitios, creo, para quedarse un tiempo cuando has dejado que te toquen el corazón.
      Sé que puede parecer absurdo que mientras mis amigos van a pasar el fin de semana haciendo senderismo en La Pedriza, mis enemigos comiendo cochinillo en Segovia o mi familia sobrevolando en tirolina las aguas del río Tajo, yo (vaya a estar en donde vaya a estar o vaya a ir a donde vaya a ir) haya elegido quedarme en esta calle tan poco interesante; pero así ha sido, lo he hecho; y dicen por ahí que lo hecho, hecho está, con lo cual...
      Eso sí, en cuanto empiece a despuntar el lunes deberé estar pendiente de no perder el tranvía, que estoy deseando volver ya mismo al barrio de la alegría.


viernes, 12 de febrero de 2016



¿ADÓNDE VAN LAS COSAS QUE NO ESCRIBO?

          Este último, ha sido un domingo resacoso. Uno de esos en los que una está como del revés; y confunde el sueño con el hambre y se levanta por inercia porque en su cabeza no paran de danzar la tostada y el café que sabe que le esperan en la cocina; y se precipita y sale de debajo de las sábanas antes de que estén lo suficientemente arrugadas y de que la tibia funda nórdica se haya ido escurriendo hasta terminar en el suelo. Pero entonces ya es tarde, porque su domingo ha pasado a ser uno de esos en los que una está como del revés. Más tarde, con el desayuno delante, de repente repara en que no tiene apetito y que hubiera sido mejor seguir ronroneando dentro de la cama; pero, ya que está levantada se obliga a recoger todos los cachivaches que dejó tirados la noche antes por toda la casa sin dar ni una en el clavo, porque nada amanece en su sitio al día siguiente de un sábado de copas. Lo hace sin ganas pero deprisa, porque piensa que lo mejor será pasar la tarde viendo una buena película. Pero, durante el minuto ciento dos de esa cinta japonesa tan premiada que había reservado con tanto celo para poder verla sin perderse ni uno solo de sus detalles, se sorprende a si misma pensando en sus propios asuntos y sospechando que ha debido perderse algo grande, muy grande, porque desde el otro lado de la pantalla una niña de ojos rasgados llora desgarradoramente, y eso, sin duda, significa que irremediablemente ha debido perderse las cosas de verdad emocionantes que el celuloide trataba de contarle.
Como decía, así he consumido mi último domingo, comiendo cuando tenía sueño, durmiendo cuando tenía hambre y perdiéndome películas fenomenales mientras pensaba en mis cosas y me hacía preguntas extrañas. La primera mitad del día la pasé elucubrando sobre qué podría estar pasándome para no haber escrito nada de nada en los últimos días, abandonando, de repente, algo que tanto me gusta hacer; y la segunda, la gasté preguntándome a dónde irán a parar todas las cosas que no se escriben.
          Enseguida di con la solución a mi primera duda: solo tenía que desfragmentar, para que así siguieran siendo diminutas, las cuatro o cinco cosas tristes que me habían ocurrido últimamente y que yo misma me había empeñado en ir amontonando hasta formar una gran bola. Sin embargo, para poder dar respuesta a la segunda de mis dudas tuve que preguntarme, justamente, lo contrario de aquello a lo que no sabía responderme. Así que me pregunté: ¿adónde van a parar las cosas que escribo? Y me respondí: van a parar a alguien que me quiere y que corre a acomodarse en el sofá para poder leerme a gusto en cuanto sabe que presiono el “intro”; a gente que vive lejos, en el norte, y que si dispone de un rato libre es un lujo para mí que elija gastarlo en saber cómo pienso; a mi antigua vecina que, reencontrada por las redes, me ha confesado haber hecho un hueco entre los apretados bits de su ordenador para guardar hasta el último de mis escritos; a alguien que además de tener buen oído para la música, tiene un sexto sentido para saber escuchar a las personas por dentro, y que se ha propuesto conocerme en pequeñas dosis siguiendo el ritmo de mis escritos; a una amiga, que prefiere verter sus lágrimas leyéndome cada mañana en el metro, camino del trabajo, en lugar de ir mirando vídeos virales, tan de moda, tan divertidos, tan absurdos; a una compañera, de oficinas, que me encanta que me lea clandestinamente y que ahora tendrá que perdonarme por haber desvelado su secreto; a Lupita, que a pesar de mi miedo a volar hace que mis cosas, cada día, viajen hasta un país del sur de América; a Andrés, un desconocido con el que siempre he sido desconfiada y grosera no contestando ni a uno siquiera de sus mensajes a pesar de decirme que, aun así, seguiría leyéndome. Puede ser, incluso, que las cosas que escribo lleguen a más personas, no lo sé; lo importante, es que al fin he comprendido que las otras, las que no he escrito durante estos últimos días, no van a llegarle absolutamente a nadie, y eso sí que es una auténtica putada.
En fin, tal vez en estos momentos estéis suponiendo, muy acertadamente, que al rayar las cero horas con cero minutos de aquel último domingo, fue cuando decidí que, no sé si uno de cada dos, dos de cada tres, tres de cada cuatro o cuatro de cada cinco días voy a seguir escribiendo todas esas cosas que sí que escribo. Y los fines de semana, tal vez vea buen cine japonés.


jueves, 4 de febrero de 2016

EL COBRADOR DEL FRAC

     Aún no le he perdido el miedo a la oscuridad, pero creo que lo tengo controlado. Todo es cuestión de meterse bajo el edredón de un salto (es importante, por si estuviera bajo la cama, no darle tiempo a que te enganche de los pies), cubrirse con él hasta los mismísimos ojos y sacar el brazo a la velocidad del rayo para apagar la luz. Si eres capaz de aguantar así unos minutos, la respiración contenida se va soltando, los músculos contraídos se relajan poco a poco, y cuando al fin te das cuenta de que ese día tampoco va a venir, le das las buenas noches a tu fantasma y te dejas vencer por el sueño.
     Asun, me dijo que Enrique era un hombre de palabra, que aunque ya hiciese más de un mes que le diera aquel papel con mi dirección garabateada, él la interpretaría. En realidad, aquello no me corría ninguna prisa, si acaso, sentía curiosidad por saber si aquel hombre seria capaz de describirme tal y como yo era, con cada una de mis rarezas, examinando tan sólo la forma de mis letras. El amigo de Asun, Enrique, era grafólogo emocional, algo en lo que yo jamás me habría atrevido a creer; pero mi amiga insistió tanto que ahí me tenías, esperando el diagnóstico de boca de un señor con el que no me había cruzado en toda mi vida, sobre mis emociones y mi capacidad para repartir afecto.
     Aquel lunes, apenas cortar la comunicación con Asun (ésta se hallaba al otro lado del teléfono, a ciento veinte kilómetros, sacando un café de las entrañas de una de esas frías máquinas que, en los tanatorios, parece que estén ahí sólo para recordarte a cada instante que habrás de pasar una noche en vela) aún era fácil distinguirme de los baldosines blancos de la cocina. Quiso la mala fortuna (según me contó), el día antes, con su perversa puntería, colocar un fornido árbol entre la vida de Enrique y el destino al que le llevaba su elegante bmw. Pero fue entonces, al cabo de unos minutos, cuando mi palidez hizo difícil que se me pudiese distinguir del blanco aséptico de la pared, porque no pude evitar imaginar el espectro de aquel hombre saliendo por la ventanilla rota del coche y largándose al cielo (o al infierno, vete tú a saber) con aquel papel cuidadosamente doblado y manuscrito por mí, nada más y nada menos que con mi dirección estampada.
     Así que, es desde aquel día que sigo con mi (sí, ya sé, ya sé) absurdo ritual para perderle el miedo a la oscuridad; pero, sólo porque sé que él vendrá. “Es un hombre de palabra, jamás deja una deuda sin saldar”, eso decía mi amiga Asun de él. Y, como es una pena que las deudas no prescriban como lo hacen los delitos, me estoy planteando hacer espiritismo para buscar el ánima de algún cobrador del frac que haya muerto hace poco, para que vaya a pedirle a Enrique lo que me debe. A ver si ésto pasa pronto...que estoy deseando volver a meterme en la cama como lo hace el resto de los humanos.
 

martes, 26 de enero de 2016

EL HOMBRE QUE NO TIENE OMBLIGO
     

     Menos mal que, antes de terminar la jornada, he hablado con el hombre que no tiene ombligo; si no, hubiese sido otro de esos días difíciles.
     
     Ni siquiera sé por qué les he propuesto ese estúpido juego, pero lo he hecho. He aprovechado el único minuto de la tarde en que mis compañeros guardan silencio; ese que para ellos parece transcendental, en el que, expectantes, deseosos de saber, desnudan el bocadillo de su envoltorio de plata y husmean bajo la tapa del pan para descubrir de qué está relleno. Pues bien, durante ese mudo minuto, he lanzado al aire la palabra “muro” y les he pedido que dijesen lo primero que se les pasase por la cabeza. Y después, he escuchado atentamente sus respuestas.
     
     Una compañera, que está empeñando su vida para construírse la casa de sus sueños, se ha puesto a dibujar en una servilleta el sitio exacto en donde irá el muro de carga; otro, ha hablado de la playa de Muro, en Mallorca, a la que está obligado a ir todos los veranos por que tiene que “cargar” con su suegra a la que le gusta ir allí; otra, cuyo padre se casó hace años con una marroquí mucho más joven que él, ha hablado del muro de sus lamentaciones desde que ocurrió el “horrible” matrimonio; uno más, deportista y vanidoso, ha dicho que él siempre compra sus zapatillas de la marca muro.exe, que es carísima pero que le queda perfecta; y una última, que ha cortado toda relación con su hermano y con sus padres, amenaza con levantar un muro entre ella y el resto del mundo porque nadie la entiende.
     
     Escuchar el mensaje de vuelta al trabajo, veinticinco minutos después, ha sido un alivio. Creo que hoy no era el mejor día para experimentar, porque esperaba un cambio radical en mis compañeros tras los veinte días de vacaciones de invierno, y quizá me ha desencantado comprobar que todo sigue igual, que cada uno va a lo suyo.
     
     Pero, ha sido al final del día, cuando ya salía del trabajo con mi pequeño conato de desilusión, que me he tropezado con el único compañero que casi nunca merienda en grupo, y creo que un poco por inercia, y otro poco porque sé que él es diferente, le he preguntado: “oye, si yo te digo la palabra “muro”, así, sin más ¿en qué piensas?”, y con su voz grave me ha dicho “pues, que me hace saltar las lágrimas”; y, después, ha continuado andando. Pero, al ver mi mirada de interés aunque un poco azorada porque se nos estaban acabando las baldosas que quedaban entre la nave y los vestuarios, ha hecho un alto en el camino, ha encendido un cigarro y me ha contado lo mucho que lloró cuando su ex mujer, tras una de sus discusiones, tiró a la basura un pedazo del muro de Berlín, estampado con un fragmento del beso entre Brieznev y Honecker, que él mismo había arrancado con sus dedos en uno de sus viajes. Y después, hemos proseguido el camino paseando, muy despacio, para poder seguir conversando de las casi doscientas personas que murieron al ser disparadas mientras intentaban cruzar aquel muro; y de Conrad Schumann, el policia de fronteras que, harto de matar inocentes que sólo deseaban dejar de vivir en el lado equivocado, huyó saltando su alambre de espino; y de Rostropóvich, el violonchelista que no paró de tocar a sus pies mientras lo demolían; y del tema “Another Brick in the wall” de Pink Floid, que se convirtió en el himno de la caída del muro.
     
     Y entonces sí, se nos han acabado las baldosas y nos hemos tenido que despedir hasta mañana. Después, en el autobús de vuelta a casa, me ha dado por pensar que éste es el único compañero que no tiene ombligo, porque no se lo mira constantemente y porque le duelen las cosas que a los demás le duelen. Es como una de esas flores raras y hermosas que suelen crecer entre las malas hierbas. 


martes, 19 de enero de 2016


CON LA TINTA DE UN CALAMAR

     El día en que me di cuenta de que, por más empeño que pusiese, jamás lograría escribir algo tan bello como lo que Montse escribió aquel día, empecé a morirme de la pena.
     A la mejor amiga de Montse se le estaba acabando la vida. ¿Qué puede desear una persona que se está muriendo?. Luisa (así se llamaba la amiga de Montse), a pesar de llevar semanas sin apenas comer, aquel día no dejaba de pensar en un buen plato de calamares en su tinta. Así se lo dijo Luisa, nada más recibir su llamada matutina, a su alma gemela (que se había ido a pasar unos días a Portugal precisamente para intentar olvidar que la persona a la que más apreciaba en esta vida acababa de adentrarse en la fase terminal de su enfermedad; había llegado a ese punto en el que uno, seguramente, ya no siente deseos de nada, pensaba Montse).
     Montse, tras escucharle decir a Luisa lo de los calamares, tuvo la santa paciencia de seguir conversando con ella con idéntica tranquilidad a la de cada día. Le preguntó por su marido “dile que no se olvide de regar el ficus”; por sus dos niños “que no te líen y que hagan sus deberes”; por su perro labrador “qué bien que haya aprendido, por fin, a darte la patita” e incluso por los peces cometa que desde hacía unos meses deambulaban por la pequeña pecera que, a la muchacha interna que habían contratado para cuidarla, le dejaron llevarse consigo para que no extrañase su casa. Pero, fue después, nada más colgar el auricular, que a Montse comenzó a apremiarle una prisa terrible. “Miguel, vete preparando las maletas; nos volvemos para Madrid” le dijo a su marido que, boquiabierto y petrificado desde el pasillo, sólo alcanzó a verla salir del apartamento mientras la puerta se cerraba tras de ella.
     Desde hacía algunos días que a Montse le había dado por comparar el cable del teléfono con el de un gotero de hospital, por lo que se había acostumbrado a no escatimar el tiempo de sus llamadas, dosificando así sus palabras para Luisa en un estudiado gota a gota. Pero, en cuanto pisó la calle, volvió a recuperar cada uno de los minutos que había dejado escapar durante aquella última y deliberadamente pausada conversación. Corrió, tropezando varias veces sobre el asfalto; derrapó al torcer en cada esquina; cruzó los semáforos en rojo; abordó a varios peatones para que le indicasen dónde encontrar la tienda que buscaba; y no paró ni un sólo segundo hasta que no estuvo de vuelta en el apartamento con aquello que había salido a buscar.
     Entre las vaharadas de una cebolla rehogándose y el claqueteo de un cuchillo troceando el cuerpo de los calamares en anillos, la vida continuó en Lisboa al mismo ritmo que la receta: “Miguel, no olvides los cepillos de dientes”...añadir un majado de ajo y un pellizco de cayena... “las esponjas, mejor ponlas dentro de una bolsa, que aún seguirán mojadas”...regar con un buen chorro de vino blanco y dejar que se evapore... “no guardes el peine hasta última hora, lo voy a necesitar”...agregar la tinta de los calamares, cubrir con agua y dejar cocer una hora a fuego medio... “gracias, Miguel, eres un sol”.
     Una hora de cocción después y cinco de carreteras más tarde, Miguel y Montse encontraban aparcamiento en la misma puerta de su amiga. Y, tras un último golpe de calor en el horno, aquel delicioso plato y su fuerte aroma a delicadeza comenzaron a humear en silencio empañando el cruce de miradas de las dos amigas.

     Montse me lo contó mucho después, un día, en el trabajo. Y así fue como empecé a pensar que yo jamás haría algo así; y a morirme de la pena y de la envidia por la gran historia de amistad, de amor y de despedida que aquella mujer había sido capaz de escribir tan sólo con la tinta de un calamar.


lunes, 11 de enero de 2016

CITA EN PLASENCIA

No debería contarle a nadie que aquel día me levanté a las seis de la mañana y me chupé 234 km con niebla; o que acabé molida por patear aquella preciosa ciudad a la que llevaba años queriendo ir o que allí sentí el pecado deslizarse por mi garganta bebiendo sus vinos y comiendo unas carnes que creía imposibles. Sí; ya sé que no debería contar todas esas cosas y después decir que lo único que se vino conmigo de aquel viaje fue la cosa más horrible del mundo. Pero así fue.



En ese momento me dió igual que Juana la Beltraneja y Alfonso V hubiesen atravesado aquella plaza cientos de veces o que fuese parada obligatoria en la ruta de la plata, para que los caballeros más nobles de España chocasen sus jarras de barro rebosantes de vino de pitarra tras cerrar un negocio redondo; incluso que las monjas del antiguo convento hubiesen vendido sus huevos y sus calabacines en el mismo metro cuadrado en que, ese sábado, mi amiga y yo sorbíamos aprisa el último trago de cerveza para llamar al camarero y pagarle. Sólo pensé en la chica que nos miraba nerviosa desde la sombra de los soportales de enfrente, con la que teníamos una cita, y que echó a andar hacia nosotras en cuanto me vio sacar el monedero.

      Cuando se nos acercó por primera vez, tomábamos una cerveza en aquella terraza, pero yo ya llevaba tiempo observándola. Ya ves, una plaza plateresca llena de gente guapa, con los edificios de las esquinas tornasolando del beige al rosa dependiendo por dónde los bañase el sol y con una cerveza artesana haciendo carambola entre mis manos y un plato de ensalada de perdiz con jamón de pato, y yo voy a fijarme en aquella muchacha desdentada, de pelo mugriento y piernas enclenques a la que ya ningún turista daba ni una sola moneda. Cuando llegó a nuestra mesa le di un muslito de perdiz con unos trozos de pan que devoró al instante; así que, de segundo, le preparé un estupendo bocadillito con el jamón de pato. Y después, cada una volvió a lo suyo, ella a mendigar sin sacar fruto y yo a no poder dejar de mirarla mientras observaba la forma en que su rostro, progresivamente, iba degradando hasta la desesperación, a medida que iba descubriendo que jamás conseguiría lo que necesitaba.

      Cuando reparó en mi curiosidad un tanto insana, sin duda, pero valiosa para ella (debió pensar que, a esas alturas, yo iba a ser la única persona en el mundo que estuviese interesada en su vida) se me acercó de nuevo y, con una sinceridad brutal, me dejó claro que sólo quería cincuenta céntimos para comprar la dosis que necesitaba y así poder calmar el mono que empezaba a atormentarla (qué vergüenza me dí, por pensar que venía a por un trozo de mi postre con que completar el delicioso menú que le había proporcionado a lo largo de la mañana). Rebusqué en mis bolsillos. La vergüenza volvió cuando tuve que decirle que sólo tenía billetes grandes; pero se me pasó enseguida, en el mismo momento en que ella me propuso una cita para después. Y así fue que me entró la prisa por acabar mi última cerveza para pagar al camarero y que me diese las vueltas; y que, unos segundos más tarde, en cuanto me vio sacar el monedero, la chica salía de entre las sombras de los soportales platerescos para acudir a nuestra cita. No hubo manera de que aceptase más de los cincuenta céntimos que necesitaba para seguir viviendo.

      Media hora después, volvíamos a verla; su rostro mucho más relajado. Mi amiga y yo nos habíamos cambiado a la terraza de al lado para tomar un café, en uno de esos absurdos trasiegos que a menudo, sin ton ni son, hacemos las personas. No sé si la muchacha nos reconoció cuando empezó a mendigar de nuevo entre las mesas, pero nos rodeó y pidió en todas menos en la nuestra. La vida no se detiene y había llegado el momento de recaudar para la dosis de la tarde; así que tal vez, sólo tal vez, nos estuviese reservando para el final, como quien guarda un as bajo la manga...por si las moscas.